Los científicos son un fraude; la ciencia, no.

Entre los científicos se halla, en principio, la misma proporción de mentirosos, falsificadores, negligentes, estúpidos, egoístas o inmorales que en cualquier otra profesión. En consecuencia, la solución frente a los fraudes científicos no consiste en asumir que todo es un desastre y, por tanto, uno debe, por ejemplo, medicarse con lo que considera más oportuno (léase homeopatía), sino por exigir que los controles en la investigación científica se vuelvan más estrictos (es decir, prohibiendo la comercialización de medicamentos que, como la homeopatía, no ha pasado por los filtros apropiados).
Si debemos confiar en la ciencia es porque, si bien los científicos son seres humanos, más o menos igual de falibles que cualquier ser humano, los protocolos de la ciencia son tan estrictos (o deberían serlo) que la mala praxis se minimiza. Como os contaba en la historia de la Universidad Invisible, la mejor forma de que un científico sea honesto no es pidiéndole honestidad, de motu proprio, sino exigiendo que los científicos se vigilen y controlen entre sí, y aquéllos que consigan destapar el fraude de otros, sean debidamente recompensados.
El método científico es la mejor manera que conocemos para obtener conocimiento objetivo y acumulativo, sin embargo los científicos constituyen, a grandes rasgos, un gran lastre para que este mecanismo funcione correctamente (aunque hay otros lastres aún más gravosos, naturalmente, como medios de comunicación que añaden ruido a las evidencias científicas, o la falta de financiación de la investigación).
Uno de los libros que más profundamente nos adentra en la mala praxis científica, concretamente en el ámbito de la investigación médica, es sin duda la última obra de Ben Goldacre: Mala Farma. Después de su lectura, uno se pregunta cómo diablos la medicina consigue curar… aunque también advierte con horror cuán cruento podría ser el mundo si ni siquiera existieran los protocolos científicos que hoy en día se exigen (y que resultan, al parecer, tan fáciles de esquivar con suficiente dinero y mala fe).
Goldacre menciona una revisión sistemática de 2009, que recoge las conclusiones de una encuesta de datos de 21 estudios en los que se preguntó a los investigadores de todos los campos de la ciencia a propósito de malas prácticas:
No es de extrañar que la gente conteste de modo distinto sobre el fraude en función del modo en que se planteen las preguntas. El 2 % reconoció haber amañado, falsificado o modificado datos al menos una vez, pero la cifra aumentó al 14 % cuando se les preguntó a propósito de la conducta de otros colegas. Un tercio reconoció algún otro tipo de prácticas cuestionables, y la cifra alcanzó el 70 % cuando se les preguntó sobre otros colegas. Puede explicarse en cierto modo esta disparidad entre las cifras del “yo” y “los demás” por el hecho de que uno es único aunque conoce a mucha gente, pero como son cuestiones sensibles, probablemente lo mejor sea asumir que todas las respuestas están subestimadas. También cabe afirmar que todas las ciencias, como lo son la medicina o la psicología, pueden manipularse debido a la diversidad de factores que diferencian unos estudios de otros, lo que significa que una perfecta replicación es poco frecuente y, como consecuencia, nadie abrigará grandes sospechas si los resultados contrastan con los de otra persona. En un campo de la ciencia en el que los resultados de un experimento son más taxativamente “sí” o “no”, la replicación fallida pone más rápidamente en evidencia al falsario.
Lo peor es que una gran cantidad de fraudes son detectados de manera fortuita, casual o como consecuencia de sospechas in situ. Para evitar esto, Goldacre propone algunas medidas, como mejor vigilancia rutinaria, mejor comunicación entre los editores de publicaciones relativa a los trabajos sospechosos que rechazan, mejor protección de denunciantes, comprobaciones al azar de datos importantes por parte de las publicaciones especializadas…
A este último respecto, una forma eficaz de descubrir adulteraciones de resultados es comprobando los números supuestamente aleatorios presentados en la investigación. El cerebro humano, como ya os expliqué, es un generador muy imperfecto de números al azar. Por ejemplo, Goldacre explica el caso de un físico alemán llamado Jan Hendrick Schön, que fue coautor en 2001 de un trabajo casi semanal:
pero los resultados eran demasiado exactos, y, finalmente, alguien advirtió que dos trabajos presentaban la misma cantidad de “ruido” superimpuesto en el resultado perfectamente prototípico; resultó que muchas cifras se habían generado por ordenador utilizando la misma ecuación que se trataba de verificar, incorporando al modelo una variación aleatoria realista.
Por otro lado, la obsesión por publicar trabajos sorprendentes ha llevado a una conclusión desoladora: una gran parte de los estudios presentados, con el tiempo, acaban descubriéndose imperfectos o falsos. El estudio al respecto fue llevado a cabo por John Ioannidis para PLoS Medicine.
Finalmente, un control más estricto de la investigación científica, como es obvio, también borraría de un plumazo un buen número de investigaciones que presentan resultados asombrosos o discordantes con los conocimientos científicos vigentes (pongamos por caso, de nuevo, los estudios que sugieren que la homeopatía actúa más allá del placebo): dichos estudios, habida cuenta de que presentan ideas tan extraordinarias que probablemente sean fraudulentas o incorrectas, deberían tomarse con más pinzas que nunca. Ya no digamos su comercialización: podéis leer más al respecto en ¿Cómo llega un medicamento al mercado o por qué no nos podemos fiar de la homeopatía, las flores de Bach y otros timos?

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