Una breve historia de calles y domicilios y de actos médicos apurados por el sistema

(a manera de un cuento anónimo)
La doctora Silvia Pérez ya había dado el operable.
Bajo la llovizna rosarina, estaba ya preparada para su solitaria guardia callejera. Mentalmente repasaba sus "signos vitales" (y los de su Fiat Duna, inseparable acompañante). No estaba cansada en particular. Había dormido bien, y la incipiente relación amorosa que había iniciado a sus florecientes 27 años, la llenaban de calor y de esperanza.
La primer salida ya la esperaba. Una viejita de 70 años, antecedentes de hipertensión, en el extremo sudeste de la ciudad.
En camino hacia allí, una catarata de pensamientos atacó la cabecita de Silvia: "¿Cómo será esa zona? ¿Mangrullo estará al este o al oeste de Avenida del Rosario? ¿querrán cobrarme peaje? ¡Hoy tengo que hacer mínimo 12 salidas! Vence la luz, el gas, el teléfono...Esto de vivir sola está bueno, pero...
La lluvia se hizo más intensa. Silvia manejaba despacio, con cuidado. No podía evitar seguir pensando: "Para colmo todavía no sabemos cuando cobramos. Siempre peleando los centavos, la cantidad de incidentes, los coseguros. ¡Si lograra entrar a la residencia!"
No sin dificultad, la doctora logró llegar al domicilio. Era una casita de pasillo. En la puerta la paciente había puesto un cartelito "pace que está avierto". La ortografía hacía juego con una la letra temblequeante, con la tinta corrida por la lluvia.
Adentro todo estaba inundado por una oscura soledad.
La voz de ultratumba de la paciente remitía a un cuento de terror: "Pase, pase, doctorcita. Siéntese acá, en la camita de mi nieto, que esta viejita no se puede levantar".
Silvia empezó a trabajar contra reloj. Ya estaba entrenada para tratar de detectar, en el menor tiempo posible, el punto de síntesis entre el motivo de consulta y la historia clínica, que le permitiera, al mismo tiempo, una resolución rápida del caso, que dejara conforme al paciente, y que aún en el peor de los casos, no configurara mala praxis.
Pero en este caso se complicaba. Más allá de la artrosis, de la hipertensión arterial leve que pudo registar, Carmen (que así se llamaba la viejita) no dejaba de tomarle la mano: "Vivo sola, doctorcita. Cada tanto me visita mi nietito, que debe tener su edad."
Hábilmente, Silvia trató de contenerla, le preguntó por su médico de cabecera de PAMI (el que jamás venía a domicilio y a Carmen le costaba mucho trasladarse las 6 cuadras que la separaban de su consultorio), y le sugirió una consulta con él.
De pronto, la viejita comenzó a llorar. Fue un silencioso llanto-garúa, como la lluvia que caía afuera.
Silvia le tomó la mano más fuerte, activó el Handy para fraguar un nuevo llamado y justificar su retirada. Recogió la firma de Carmen y escapó a la calle.
El golpe de frío húmedo (que en esa zona viene del sudeste, de la desembocadura del Saladillo en el Paraná), le pegó en la cara. Tuvo un frío extraño por unos segundos. Necesitó un abrazo. Se sintió inmensamene sola. Tan sola como Carmen.
Boletin “La bisagra” TSA.

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